Hoy me desperté con el deseo de escribirles a ustedes, las mamás que están participando en los talleres que doy junto a mi mamá.
Talleres creados con amor, donde mamá e hija —en etapa pre y adolescente— se sientan una al lado de la otra, dispuestas a crecer, escucharse y entenderse.
Verlas ahí, compartiendo ese espacio, me emociona muchísimo. Es algo que le agradezco a Dios cada vez que sucede, porque representa uno de mis más grandes sueños: influir de forma positiva en la vida de las adolescentes.
Creo firmemente que podemos ser felices, incluso en un mundo lleno de retos, comparaciones en redes sociales, cambios acelerados y emociones que a veces abruman. Nuestras chicas enfrentan mucho… pero también tienen dentro de sí una fuerza enorme.
Y no basta con decirles «sé fuerte» o «quiérete». Hay que enseñarles cómo hacerlo. Hay que darles herramientas reales, ayudarlas a entenderse, a respetarse, a reconocerse valiosas sin condiciones.
Lo sé por experiencia. Mi adolescencia fue dura. Luché en cada etapa por conocerme, aceptarme y amarme. No fue rápido. Fue un proceso largo, doloroso y valiente. Pero lo logré.
Y en ese camino descubrí algo que hoy defiendo con el alma: no hay nada más poderoso para una hija que tener a su mamá como su lugar seguro.
No una mamá perfecta.
Una mamá presente.
Una mamá que, aunque también tenga sus propias batallas, esté dispuesta a arremangarse la blusa y caminar al lado de su hija en las suyas.
Ese es el poder del amor: el que transforma, el que sana, el que sostiene cuando más se necesita.
Gracias, de corazón, a todas ustedes, mamás valientes y comprometidas, por confiar en mí, por abrirse, por mostrarse humanas… y por elegir ser refugio y guía para sus hijas.
Su presencia es un regalo para ellas. Y también lo es para mí.
Con cariño siempre,
Ani Martínez
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